Excerpts

Que Bailen Sus Espiritus Una Novela 1968 La enredadera de la pasión floreció hasta finales de noviembre del año en que murió Jesse. Fue algo extraordinario. Todas las mañanas caminaba por la áspera losa de concreto que conducía al enrejado de madera que estaba recargado contra el lado de la casa para ver si había nuevas flores. Los días cálidos de septiembre de Arizona estimulaban el crecimiento de la enredadera y los días frescos de octubre debieron haberle servido de señal para que dejara de florecer. De todos modos en 1968 la verdad estaba suspendida, inconclusa, y la enredadera de la pasión se esforzaba por echar nuevas flores durante los días fríos y grises de noviembre. Cada nueva flor vivía por un día. Tanta belleza para sólo un día. Los primeros misioneros vieron el misterio de la pasión de Cristo en el intricado diseño de la flor. Los pétalos simbolizan los diez apóstoles presentes durante la crucifixión, los rayos de la corona son la corona de espinas, las cinco anteras las heridas, los tres estigmas los clavos, los zarcillos en espiral las cuerdas y los látigos, y las cinco hojas lobuladas las manos crueles de los perseguidores. La flor estaba completamente abierta: un disco morado y blanco, translúcido en el amanecer gris. Gotas de rocío brillaban en sus pétalos. Tenté el delicado estambre de la flor y sentí polen en las yemas de los dedos; los pétalos se sentían gruesos, como de hule. El olor a hojas muertas, tierra mojada y madera húmeda permanecía en el aire. Tirité, pues estaba descalza y en camisón. Tenía la cara entumecida. Sabía que la nariz se me estaba poniendo roja. Brillaban el árbol siempre verde del patio del frente y el enclenque árbol del paraíso al lado del cobertizo para herramientas. En la luz tempranera de la mañana, al otro lado de la calle, Fireball, el gallo de los Williams cantó. El Cielito, mi antiguo barrio, revivía torpemente como un dinosaurio poniéndose de pie. Vi a Duke, nuestro viejo pastor alemán, que venía hacia mí del patio de atrás. Jesse había llamado a nuestro perro Duke por la canción Duke of Earl, la cual practicábamos a bailar en la sala. Hicimos girar el viejo disco de 45 r.p.m. tantas veces que se rompió la aguja.Valió la pena porque todos nuestros pasos y vueltas estaban sincronizados a la perfección y Jesse se sentía tan confiado de su baile que hasta le pidió a Mary Ann que bailara con él durante su baile de graduación del octavo grado. Jesse decía que Duke tenia el equivalente a setenta y siete años en años de perro. Eso fue hace dos años. Pobre Duke, con razón caminaba tan lentamente, arrastrando más de setenta años de corretear gatos y carros. Bostezó una vez y se me acercó silenciosamente. Verme allí no le ocasionó ninguna sorpresa. Duke escogió un camino paralelo a la manguera que iba por la tierra apisonada a una hilera de arbustos al lado de la cerca de tela me-tálica y que separaba nuestra propiedad de la de los vecinos, los Navarro. Duke llegó hasta mí y se restregó contra mi pierna. Acarició con su nariz húmeda el dobladillo de mi camisón. El perro tenía la espalda parda con lagunas de espacios sin pelo y meneaba la cola entre las patas traseras como un péndulo melancólico. "Qué perro más lindo," le dije acariciándolo. "Siéntate Duke. Siéntate aquí." Señalé un sitio al lado mío. Jesse le había enseñado a Duke a sentarse, a brincar sobre las sillas del jardín, recoger una pelota de béisbol y espantar al cartero. Con Duke a mi lado, miré fijamente la enmarañada enredadera de la pasión y a través de su telaraña de tallos y hojas, la ventana de la recámara de mi madre cerrada al mundo exterior por cortinas descoloridas por el sol. Sabía que mi madre estaba en su recámara llorando. Llorar era todo lo que hacía desde que mataron a Jesse en Vietnam. Apenas si la reconocía ya. Me había acostumbrado a todas las expresiones de su cara, todos los sube y baja de sus cejas, y la manera en que las arruguitas de la barbilla se le alisaban cuando sonreía. Ya no podía describir su cara. No quería hacerlo. Tuve que forzarme a dejar de querer escucharla cantar por las mañanas mientras nos hacía el desayuno a mí, a Priscila y a Paul, preparaba el café para papá y hacía ruido con los platos hasta que todos nos levantábamos. Ni siquiera podía contarle a Jesse mi preocupación por mi mamá, a menos que me acercara a la enredadera de la pasión. Sabía que mi padre no estaba en la recámara con mi madre. ¿Cómo iba a estar? Sólo pudo aguantar sus lágrimas un tiempo, después se alejó, retirándose a sus propios pensamientos, al anillo de humo que hacían los cigarrillos que se le olvidaba terminar. Dejaba que se le enfriara su café con leche. Había cenizas de cigarrillo por toda la mesa de la cocina. Cuando sentía que el cigarrillo le quemaba los dedos, lo apagaba bruscamente en el cenicero y le daba otro trago al café, pero no regresaba a la recámara con mamá.Mis padres vivían como extraños en la misma casa mucho antes de la muerte de Jesse. Había algo además de la muerte de Jesse que separaba a mis padres. Era Consuelo. Desde que yo podía recordar, el nombre de Consuelo se susurraba, se gritaba y se barría hacia fuera de la casa como basura una y otra vez, y reaparecía como una telaraña que obstinadamente se aferraba a una oscura esquina de la sala. La telaraña resistió las ráfagas de viento que salían del ventilador hidroeléctrico y que hacía ruidos al resollar con dificultad cuando subía la humedad. Eso me recordaba que Consuelo estaba allí enre-dándonos en una red de mentiras y vergüenza ... Que Bailen Sus Espiritus Una Novela . Copyright © by Stella Pope Duarte. 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